XAVIER BATALLA
SÁBADO, 1 MARZO 2008
LA NUEVA AGENDA
Vladimir Putin, presidente de Rusia, parece la reencarnación de Charles Maurice de Talleyrand- Périgord, el príncipe francés que se adaptó a todas las estaciones del poder. Talleyrand fue obispo en el antiguo régimen, revolucionario en 1789, activo durante el directorio, ministro de Asuntos Exteriores con Napoleón, ministro moderado de Luis XVIII en el régimen restaurado y, finalmente, embajador en Londres de Luis Felipe, el rey ciudadano.Putin no es muy distinto. Fue agente del KGB (el servicio secreto) en el antiguo régimen; reformista con el primer alcalde electo de San Petersburgo, Anatoli Sobchak; jefe de los agentes secretos del FSB, la agencia de inteligencia sucesora del KGB; primer ministro de Boris Yeltsin en el nuevo régimen, y autócrata en una democracia que día a día recuerda al más antiguo de todos los regímenes que ha conocido Rusia.
Los historiadores aún debaten sobre el origen de la tradición autocrática rusa. Muchos lo sitúan en la conquista de la antigua Rusia por los mongoles, a mediados del siglo XIII. Pero no parece menos cierto que, antes de que llegaran Los mongoles, los rusos ya eran muy distintos de sus vecinos occidentales. La identidad nacional rusa se desarrolló en el siglo X, cuando el país se convirtió al cristianismo, aunque, a diferencia de polacos y alemanes, los rusos se hicieron ortodoxos. Sea como fuere, hasta el siglo XVII, Rusia permaneció al margen del desarrollo económico, científico y cultural de los países de Europa occidental. Fue entonces cuando Pedro el Grande, en el poder de 1689 a 1725, impuso la vestimenta occidental y ordenó que los hombres se afeitaran la barba. Y después, Catalina la Grande, que reinó de 1762 a 1796, fijó un horario laboral.
La tradición autocrática rusa, pues, viene de lejos, como las reacciones que provoca entre los rusos. Las razones que explican la popularidad de Putin entre los rusos no son un misterio. Mijail Gorbachov, el dirigente soviético que quitó la primera piedra del antiguo régimen, y Boris Yeltsin, el presidente poscomunista que puso la primera piedra del nuevo, fueron populares en Occidente, donde se aplaudió la operación de derribo, pero impopulares en el interior, que fue quien pagó la factura. El historiador Archie Brown ha escrito que, con Gorbachov, “no hubo una crisis que provocó una reforma radical, sino que fue una reforma radical la que produjo la crisis”. Putin es muy distinto: es popular en el interior, que aplaude su mano dura y la mejora económica, pero es impopular en Europa, que critica con sordina la autocracia, la presión sobre Georgia o la guerra de Chechenia, ya que continúa necesitando el petróleo y el gas que Rusia tiene por un tubo.
Putin no es un líder ruso atípico. Cuando en 1999, ocho años después de haber desaparecido la Unión Soviética, se preguntó a los rusos la opinión que les merecía Lenin, el padre de la revolución bolchevique, la respuesta fue concluyente: Lenin era el segundo personaje más importante de la historia después de Pedro el Grande. Stalin, un georgiano especializado en manipular el sentimiento nacional ruso, tampoco se quedó pequeño. No sólo promovió el culto a la personalidad de Iván el Terrible, mandamás que entre 1533 y 1584 ajustó las cuentas a todo tipo de traidores o sospechosos de serlo, sino que su industrialización, sus colectivizaciones y sus purgas políticas mataron a millones. A Stalin le resultaba tan sospechosa la cultura occidental que ordenó cambiar el título de La diligencia (Stagecoach ), el célebre western de John Ford, por el de El viaje que será peligroso . Y Leonid Brezhnev, el secretario general que estancó a la Unión Soviética entre 1964 y 1982, no le fue a la zaga, aunque la represión empezó a relajarse ante la creciente influencia occidental.
Los rusos elegirán mañana al presidente que ya les ha nombrado Putin, quien después puede convertirse en primer ministro en una operación que recuerda lo que Thatcher dijo de su sucesor: “Conduciré desde el asiento trasero”. John Major no le hizo caso, pero Putin tiene más poder de convicción. El sucesor de Yeltsin habla de democracia con el desparpajo del converso y da lecciones a sus homólogos occidentales. Pero Putin no ejerce de demócrata.
¿Qué explica, entonces, la popularidad que disfruta el presidente? Talleyrand, después de interpretar todos los papeles políticos, consiguió que Francia, derrotada en las guerras napoleónicas, tuviera un destacado papel en el concierto europeo. Y Putin, que no ha digerido la derrota soviética en la guerra fría, no se conforma con ser un actor de reparto. Es terrible, pero quiere ser grande.
Artículo completo: LVG20080301-Grande o terrible (N.A.)