XAVIER BATALLA
revista DOMINGO, 11 NOVIEMBRE 2001
El 11 de septiembre de 2001 pasará a la historia como una de esas fechas emblemáticas que marcan un antes y un después. Con las Torres Gemelas de Nueva York se hundieron muchas más cosas que dos inmensas estructuras, símbolo del poder económico de Estados Unidos, la primera superpotencia global. Con la caída del muro de Berlín se hundió un sistema de relaciones internacionales cuyo fin fue recibido como una señal de liberación. Con los atentados del 11 de septiembre la señal ha sido de inseguridad, de amenaza al confort que disfruta una parte de la humanidad y de advertencia por las miserias económicas y políticas que padece la otra cara del globo.
En el mundo viven unos 6.000 millones de personas que se reparten mayoritariamente por los 189 estados reconocidos por la ONU. Afortunadamente, es posible una modesta generalización, ya que, entre otras cosas, compartimos un único ecosistema. Pero somos muy distintos en cuanto a nacionalidades, etnias, lenguaje, cultura, sistemas sociales y, sobre todo, en niveles de riqueza y de libertad. El 11 de septiembre, aunque no sea el principio de un choque de civilizaciones, también ha demostrado que al mundo no le sale todo redondo.
Los atentados del 11 de septiembre han puesto fin al periodo de transición en las relaciones internacionales que se abrió con la desaparición de la Unión Soviética, en 1991, cuando se prometió un nuevo orden internacional. Desde la paz de Westfalia, en 1648, cada cambio sustancial en las relaciones internacionales se ha debido a la acción de un Estado. Esta vez, la sacudida no la ha protagonizado un Estado nacional, el gran actor, sino otro agente: un grupo terrorista. Pero el impacto en las Torres Gemelas y el Pentágono ha cambiado el mundo.
El pasado 7 de octubre, Estados Unidos, con el concurso de Gran Bretaña, contraatacó con una declaración de guerra contra el terrorismo, cuya primera fase serían los bombardeos contra Afganistán, donde la teocracia de los talibán da cobijo a Ossama Bin Laden, a quien Washington responsabiliza de las atrocidades del 11 de septiembre. Estados Unidos se movió después de que laONU aprobara su respuesta a la agresión. Y George W. Bush, que había accedido al poder con síntomas de tener una vocación unilateralista, rectificó el tiro y optó, finalmente, por buscar el respaldo de una coalición internacional. Esta iniciativa también ha introducido cambios significativos en la escena. Irán, por ejemplo, ya no parece mirar con tan malos ojos ni a Estados Unidos ni a Pakistán.
Los apoyos que ha recibido Estados Unidos han puesto el gran tablero boca abajo, como si fuera la prueba de que a Estados Unidos, aunque superpotencia, el mundo le viene grande. Rusia, de la mano de un Vladimir Putin taimado y prudente, regresará a la escena internacional por la puerta grande. China, que también se temía lo peor con el Bush de antes del 11 de septiembre, se ha crecido tanto que la puerta de la Organización de Comercio Mundial le puede parecer pequeña. Y las repúblicas ex soviéticas de Asia central, bajo la mirada de Moscú, ya extienden la mano para recibir el cheque por haberse convertido en portaaviones terrestres para las tropas norteamericanas. Europa, aunque ha contribuido desde el primer día, tiene motivos para estar preocupada: los estados europeos existen, pero la Unión Europa, sin política exterior común, desaparece cuando pintan bastos.
La guerra contra el terrorismo es tan compleja que habría que arreglar más de medio mundo antes de cantar victoria sobre Ossama Bin Laden, cuya eventual muerte puede no significar nada. La crisis ha puesto sobre la mesa la necesidad de resolver conflictos que alimentan el terrorismo. Pakistán, aliado musulmán de Estados Unidos contra los talibán, a los que dio vida, está enfrentado a India, que denuncia a Islamabad por patrocinar el terrorismo en Cachemira, región de mayoría musulmana. Y si Estados Unidos es el mejor aliado de Israel, ahora resulta que el primer ministro israelí, Ariel Sharon, es contemplado en Washington como un obstáculo para resolver el conflicto con los palestinos, que Bush desea encauzar para ganarse el apoyo, además de proteger el petróleo, del mundo árabe, ahora en el disparadero, en una guerra donde las víctimas son musulmanas. Estas contradicciones impiden que los cambios registrados puedan considerarse globales.
El mundo sabe que la crisis económica se ha agudizado con la guerra, que el conflicto puede eternizarse como otra guerra fría y que las consecuencias del combate pueden afectar a libertades fundamentales como la de expresión. El mundo también teme que el conflicto amenace con un choque cultural en una etapa histórica caracterizada por las grandes inmigraciones y cuando Occidente, y no sólo Estados Unidos, se está convirtiendo en una sociedad multicultural y multiétnica. Lo que aún no se sabe es cómo será el nuevo orden internacional después de que se cante victoria en una guerra cada vez más confusa. Medio mundo pide justicia y un reparto más equilibrado. Y el otro medio, que parecía convencido de jugar limpio, se ha sumergido en un curso acelerado para entender qué ha hecho mal para que se le odie tanto. Por eso el conflicto antiterrorista, con múltiples frentes, es distinto. Pero, lamentablemente, nada garantiza que el nuevo orden internacional que pueda surgir de las cenizas afganas será diferente a los que, a través de la historia, han hecho funcionar al mundo. Dicen que ahora existe una oportunidad histórica para arreglar el mundo, pero también dicen que el infierno está empedrado de buenas intenciones.
Artículo completo: LVG20011111-Oportunidad para cambiar