Hace ahora noventa años, una carta de 118 palabras cambió el mapa de Oriente Me- dio. No es la única declaración que está en el origen del conflicto árabe-israelí, pero sí una de las más decisivas. El 2 de noviembre de 1917, el ministro de Asuntos Exteriores británico, Arthur James Balfour, escribió a Edmond Rothschild, presidente de la Federación Sionista de Gran Bretaña, para comunicarle que “el Gobierno de Su Majestad ve con agrado el establecimiento en Palestina de un Hogar Nacional para el pueblo judío”. Arthur Koestler sentenció después que “una na- ción prometió solemnemente a una segunda nación el país de un tercero”.
El siglo XX comenzó en Oriente Me- dio con intercambios epistolares. Entre julio de 1915 y marzo de 1916, Husein ibn Ali, jerife de La Meca y gobernador de Hi- yaz, provincia otomana de la península Arábiga, se carteó con Henry McMahon, alto comisionado británico en El Cairo, para pedirle que, a cambio de sublevar a los árabes contra los otomanos, Londres aceptara la creación de un Estado árabe que abarcara desde Palestina hasta el ac- tual Iraq. En su segunda carta, fechada el 24 de octubre de 1915, McMahon contes- tó: “Teniendo en cuenta las excepciones apuntadas más arriba, Gran Bretaña está dispuesta a reconocer y sostener la inde- pendencia de los árabes en todas las regio- nes situadas en las líneas reivindicadas por el jerife de La Meca”.
Gran Bretaña, al borde del agotamiento por la Primera Guerra Mundial, dio curso a la declaración Balfour con la intención de obtener el apoyo judío en el conflicto. Uno de los personajes clave de esta historia fue Chaim Weizmann, profesor de química que después fue el primer presidente de Israel. Weizmann descubrió un método para manufacturar trinitrotolueno (TNT), lo pasó a los británicos y, al mismo tiempo, estableció una gran amistad con el editor del Manchester Guardian, lo que fue decisivo para que Balfour escribiera la carta. No todos los judíos de Gran Bretaña, sin embargo, aplaudieron. Como afirma Fred Halliday, Edwin Samuel Montagu, el único judío en el Gobierno británico de entonces, se opuso por considerar que la declaración provocaría hostilidades (100 mitos sobre Oriente Medio, Global/rhytm, 2007).
Husein no tuvo tanta suerte con el cartero como Rothschild. En el intercambio epistolar (cinco cartas por bando), McMahon se mostró engañoso. George Anto- nius, autor de un clásico sobre el nacionalismo árabe, se refiere a la segunda carta de McMahon como “el documento internacional más importante en la historia del movimiento nacional árabe” (The arab awakening, 1965). Husein quería un Estado que incluyera Palestina, Líbano, Jordania, Siria e Iraq. Y McMahon con- testó que su carta le convencería “de la simpatía de Gran Bretaña por las aspiraciones de sus amigos los árabes”. Es decir, Londres prometió lo mismo a árabes y judíos, lo que no suele hacer amigos, y después se repartió con París (acuerdo Sykes-Picot) lo que Husein creyó que le habían prometido. Pero ¿interpretó bien Husein a McMahon? Las excepciones he- chas por el británico no quedaron claras en sus cartas, aunque omitió intencionadamente el nombre de Palestina. Años después, McMahon dijo: “No pretendía asegurar la inclusión de Palestina en el área sobre la que había prometido la independencia árabe. Tengo razones para creer que Husein entendió que mi promesa no incluía Palestina” (London Times, 23/VII/ 1937). Los árabes lo entendieron como una perfidia, pero Husein tragó.
El reparto de Oriente Medio entre Londres y París también sacó de quicio a Woodrow Wilson, presidente de Estados Unidos, quien decidió enviar una comi- sión presidida por Henry King, un rector universitario, y Charles Crane, un capitán de empresa, para consultar a los árabes. Según se dice, para celebrar la iniciativa, Faisal, hijo de Husein y futuro rey de Iraq, bebió champán por primera vez. Pero la fiesta duró poco. King y Crane recomendaron instaurar monarquías constitucionales en Iraq y en una Siria que incluyera a Palestina y Líbano. La recomendación, sin embargo, cayó en saco roto.
Washington se lavó las manos, práctica habitual en la región. Y la Sociedad de Naciones hizo a Londres “responsable de poner en práctica” la declaración Balfour. La última ironía es que la carta del ministro terminó siendo una tortura para los británicos, primero enfrentados a los palestinos y después, por su interés en el petróleo de los árabes, a los judíos. Londres renegó de la declaración en 1939. Y noventa años después de la iniciativa, The Economist ha dudado ahora de su legalidad. “¿Qué derecho tenían los británicos para prometer a los judíos, en 1917, un Hogar Nacional?”, escribió su editorialista el pasado mayo (“Israel’s wasted victory”).